La danza de las promesas: sobre
peticiones y ofertas.
Las promesas son, por excelencia, aquellos actos
lingüísticos que nos permiten coordinar acciones con otros. Cuando alguien hace
una promesa, él o ella se compromete ante otro a ejecutar alguna acción en el
futuro. Cuando alguien me promete que él o ella va a ejecutar una determinada
acción en el futuro, yo puedo tomar compromisos y ejecutar acciones que antes
hubieran sido imposibles. .Las promesas implican un compromiso manifiesto
mutuo. Si prometo algo a alguien, esa persona puede confiar en ello y esperar
que cumpla con las condiciones de satisfacción de mi promesa. Esto no es
solamente un compromiso personal sino social. Nuestras comunidades, como
condición fundamental para la coexistencia social, se preocupan de asegurar que
las personas cumplan sus promesas y, por lo general, sancionan a quienes no lo
hacen. Gran parte de nuestra vida social está basada en nuestra capacidad de
hacer y cumplir promesas.
Basta mirar alrededor y observar nuestro mundo para
comprobar que gran parte de lo que observamos descansa en la capacidad de los
seres humanos de hacer promesas. Nos damos cuenta de que nuestro trabajo,
nuestro matrimonio, nuestra educación, nuestro sistema político, etcétera, se generaron
porque había personas que hacían promesas a otras.
Un análisis más detallado de las promesas, sin embargo, nos
mostrará que se necesitan, además, otros elementos. No vamos a ocuparnos de
ellos en esta ocasión .Es interesante observar que, cuando hacemos una promesa,
en realidad hay dos procesos diferentes involucrados: el proceso de hacer la
promesa y el proceso de cumplirla. La promesa, como un todo, requiere de ambos.
El primer proceso, el de hacer una promesa, es estrictamente comunicativo y,
por tanto, lingüístico. El segundo proceso, el de cumplir la promesa, puede ser
comunicativo o no serlo.
No podemos hacer promesas sin peticiones u ofertas y ambas
son acciones de apertura hacia la concreción de una promesa .La petición y la
oferta difieren porque sitúan en personas distintas la inquietud de la que se
hará cargo la acción que está involucrada en el eventual cumplimiento de la
promesa, de concretarse ésta. De la misma forma, la persona que se hará cargo
del cumplimiento de la promesa será diferente. Cuando el proceso de hacer un
promesa se inicia con una petición, entendemos que la acción pedida, de ser
ésta aceptada, será ejecutada por el oyente para satisfacer una inquietud del
orador. Sin embargo, cuando este mismo proceso se inicia con una oferta, entendemos
que la acción ofrecida, de ser ésta aceptada, compromete al orador y que ella se
hace cargo de una eventual inquietud del oyente.
Muchas veces caen en el resentimiento culpando a los demás
por no cumplir promesas que jamás se atrevieron a pedir. No pedir no sólo
condiciona una determina identidad y resulta en una particular manera de ser,
sino que es un factor que define el tipo de vida que podremos esperar.
Insistimos en uno de nuestros postulados básicos: no es que siendo como somos, no
pidamos; más bien, el no pedir nos hace ser como somos y nos confiere una forma
de vida correspondiente. Si comenzamos a pedir donde no lo hacemos,
transformamos nuestra forma de ser. De la misma manera, hay también quienes no
hacen ofertas y, en consecuencia, asumen un papel pasivo en mostrarse como
posibilidad para otros. Si estos otros no los «descubren», están condenados a
pasar inadvertidos en cuanto recursos valiosos para los demás. Ellos, por lo
tanto, no toman responsabilidad en hacerse reconocer en lo que valen, sino que quedan
sujetos al accidente del descubrimiento por otros. Nuevamente, ello tiene
profundas repercusiones en la identidad y formas de vida a las que pueden
acceder. Hay también quienes creen hacer peticiones u ofertas que no suelen ser
escuchadas como tales. Algunos piensan, por ejemplo, que decir que algo no les
gusta es equivalente a pedir que eso se modifique. Obviamente no es lo mismo y
muchas veces las cosas seguirán como estaban, simplemente porque no se hizo una
petición concreta y clara. Desde el lado del oyente de una petición u oferta,
también pueden producirse problemas. Particularmente cuando no sabemos aceptar
ofertas o rehusar pedidos. ¿Cuántas veces, por ejemplo, decimos «Sí» a un
pedido que consideramos que no debiéramos haber aceptado? ¿Cuál es el precio
que pagamos en identidad, en autoestima y dignidad cuando no somos capaces de
decir «No»? ¿Cómo se manifiesta eso en nuestras relaciones con los demás? ¿Qué
consecuencias trae en nuestras vidas?
Pasemos a continuación al elemento que guarda relación con
la acción comprometida y con sus condiciones de satisfacción. Ambos, sin
embargo, operan bajo el supuesto de que esa promesa se hizo y que será cumplida.
Ambos, por lo tanto, tomarán acciones descansando en ese supuesto, sólo para
comprobar más tarde que lo que esperaban que ocurriera no sucederá. Quien
espera que se cumpla con la acción prometida verá frustradas sus expectativas,
como también las verá quien descubra que lo que realizó para cumplir con lo
prometido no produce la satisfacción esperada. ¿Cuál es el costo en productividad,
en bienestar personal, en identidad, que resultará de una situación como
ésta?¿Cuántas veces nos vemos enfrentados a situaciones de este tipo? Examinemos,
por último, lo que sucede cuando, esta vez, se concreta una promesa con claras
condiciones de satisfacción pero no se establece con claridad su fecha de cumplimiento.
Una promesa que no específica con claridad el tiempo en el que debe cumplirse,
no es una promesa. Quien espera su cumplimiento no está en condiciones de descansar
en el hecho de que tal promesa se cumplirá, dado que no se sabe cuándo ello podría
suceder. Es más, al no especificarse cuándo debe cumplirse la promesa, tampoco
hay espacio para reclamar, dado que siempre puede argüirse que en algún
momento, más temprano o más tarde, lo prometido se cumplirá. Una promesa que no
especifica el factor tiempo, no obliga y, por lo tanto, en rigor no puede
considerarse una promesa. ¿Es necesario preguntar sobre las consecuencias de
esta situación? Cuando hacemos una promesa, nos comprometemos en dos dominios:
sinceridad y competencia. La sinceridad, en este contexto, es el juicio que
hacemos de que las conversaciones y los compromisos públicos contraídos por la
persona que hizo la promesa concuerdan con sus conversaciones y compromisos
privados. La competencia guarda relación con el juicio de que la persona que
hizo la promesa está en condiciones de ejecutarla efectivamente, de modo de
proveer las condiciones de satisfacción acordadas. Cuando falta cualquiera de
estos dos factores, sinceridad o competencia, la confianza se ve afectada.
Normalmente decimos que confiamos en alguien que hizo una promesa, cuando
juzgamos que esa persona es sincera y competente al hacerla. La desconfianza
surge del juicio que hacemos de que, quien promete, carece de sinceridad y/o de
competencia y que, por lo tanto, no podemos asegurar el cumplimiento.
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R a f a e l E c h e v e r r í a O n t o l o g í a d e l L e
n g u a j e
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